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El arte de mirarse a sí mismo
por Pablo Gianera

Todos los días, varias veces por día, tenemos que mirarnos en el espejo. Sucede también que lo hacemos casi sin querer, cuando nuestro reflejo nos sorprende, como si se tratara de un extraño (lo es), en una vidriera o en un ascensor. Hacemos esto durante muchos años, durante todos los años que nos hayan tocado en suerte. Nos vemos cada día igual al día anterior, aun cuando esto no sea cierto. Son cambios mínimos, pero esa diferencia de grado se convierte en una diferencia de naturaleza y, finalmente, ya no somos los mismos. En el interior de una permanencia, el tiempo nos convierte en otros. Eso es envejecer. Esta preocupación es bien moderna, como queda claro en el arco que va del autorretrato a la selfie compulsiva del teléfono. La pintura hizo de esto un género y yo pensaba en estas cuestiones a propósito de la muestra del artista Martin La Rosa que puede visitarse en Otto Galería.

Claro que hubo pintores medievales que solían incorporarse como personajes en sus trabajos, pero lo hacían por motivos religiosos (el deseo de salvación) y no por orgullo individual ni por una voluntad restringidamente artística. El Renacimiento les atribuyó a los artistas una gloria individual. En esos buenos viejos tiempos, el artista era una figura que gozaba de reputación pública y por eso mismo fue posible que Lorenzo de Medici hiciera en la catedral de Spoleto un monumento en honor de Fra Filippo Lippi. En cuanto al autorretrato, inició su carrera hacia la selfie en el siglo XV. Un candidato fuerte a quedarse con la condición inaugural podría ser Hombre con turbante, del flamenco Jan van Eyck.

Pero con Rembrandt todo cambió. Él fue ese hombre que se dedicó a mirarse durante toda su vida. No lo guiaba el narcisismo ni la egolatría, sino la curiosidad más pura y más desesperada por sí mismo. Los autorretratos de Rembrandt representan una persecución consciente y progresiva de la identidad en su sentido plenamente moderno.

En esa serie completamente incomparable de autorretratos asistimos a una maduración episódica, al diálogo interior de un hombre que se comunica consigo mismo mientras pinta una escena (la de su propio envejecimiento) que tiende a volverse irreal a fuerza de su representación obstinada. Rembrandt era un actor que hacía de sí mismo para sí mismo.

A ese actor fue a visitar regularmente La Rosa. En cada viaje a Nueva York, iba (seguirá yendo) a ver el famoso autorretrato de Rembrandt de la Frick Collection. «Voy a visitar a Rembrandt», se dice a sí mismo La Rosa, y en cierto modo en ese autorretrato, como en todos los demás, está de veras Rembrandt, de modo que la visita a la pintura se confunde con una visita al hombre.

Así las cosas, Martin La Rosa establece su propio diálogo con Rembrandt (en sus palabras: «Un juego maravilloso, un susurrar al oído con el mayor de los respetos»), pero también con el retrato en general, evidente en los rostros y en las espaldas, óleos sobre papel de un virtuosismo que bordea la precisión fotográfica. Pero también recrea, vuelve a pintar el rostro del maestro holandés, y toma de él la soltura de la pincelada. Al hacerlo, además, se retrata a sí mismo -en ausencia- con la intercesión del otro. En otro retrato de Rembrandt, más de juventud, La Rosa introduce varios calados que son siluetas de moscas. Pero ¿qué son esas moscas y qué es el vacío que deja el calado? No le pregunté a Martín las razones, pero imagino ahora que son un símil, una especie de emblema de los estragos del tiempo.

La melancolía de este arte, del de Rembrandt y del de La Rosa, procede de la voluntad de arrancarle al tiempo una partícula de eternidad, aunque con la certeza de que finalmente, aunque dure más que nosotros, también el arte pasará.