«La cita»
por Eduardo Stupía 

Habrá quien ni siquiera pestañee ante la Gioconda,
pero se sienta profundamente conmovido ante una caja
de jabón Brillo, al menos en el debido contexto.
Solo con mirarla, una pintura de Rafael, de Rembrandt
o de Rubens puede interpelarnos directamente,
pero también es posible que no nos diga nada.
Martin Kemp, El arte en la historia,

are you warm, are you real, mona lisa?
or just a cold and lonely lovely work of art?
Mona Lisa. Letra y música de Ray Evans y Jay Livingston
(fragmento)

La sorpresa que invariablemente generan estas obras de Martín La Rosa se debe en primer lugar a la insólita irrupción en el ámbito de una galería contemporánea de piezas que reproducen extraordinarias pinturas pertenecientes a la que se considera la gran época del género retrato, es decir el período comprendido entre la Baja Edad Media y el Siglo XVII. Muchas de ellas son conocidas, cuando no muy célebres – “La joven de la perla”, de Johannes Vermeer, “La dama del armiño” y “La Gioconda” de Leonardo da Vinci – y son versionadas por el artista de una manera tan minuciosa como para incluso respetar, casi en todos los casos, el tamaño exacto del original.

Las excepciones a esta norma son “La Gioconda”, “La joven de la perla”, y “Retrato de Giovanna Tornabuoni” de Domenico Ghirlandaio, cuyo simil – o versión mimética, o copia, o como se quiera definir la operación que ejecuta La Rosa – ha sido llevada a dimensiones mayores, y además a la dramática alteración de la pregnancia de esas figuras tan icónicas mediante la ruptura de su homogeneidad de superficie en una retícula de cortes idénticos. La fragmentación impuesta por los inestables, tajantes dameros, pervierte la instantánea atracción, el magnetismo que implica la secularización y la cercanía mundana de esas obras maestras casi míticas, reconvertidas ahora en cuadros físicos, tangibles incluso hasta lo táctil. El ojo percibe la totalidad como una grilla de divisiones regulares ortogonales, en una des-composición estructurada que resguarda la completud y persistencia del motivo dejándolo esencialmente intocado, aunque seccionado por las escisiones que tanto lastiman toda eventual afinidad reverencial como el acceso cómodo de la mirada. El recurso forma parte de la estratagema conceptual de La Rosa, quien oscila muy hábilmente entre sus síntomas de auténtico pintor fetichista, y la especulación intelectual para desconcertar al espectador, sin por ello dejar de seducirlo.

Por un lado, La Rosa se comporta como el apasionado cultor a quien la posesión archivista de sus modelos sublimes en cualquier otro formato no le bastaría; necesita a-copiarlos lo mas fielmente posible para hacerlos propios, secuestrarlos de la foránea autoría magistral haciendo de la acción pictórica el vehículo para una invocación mágica, el vudú que garantiza una restauración simulada del aura perdida: el aura subalterna, degradada, de la réplica “perfecta”. Por otro, La Rosa apela a troquelados ornamentales y a imprimaciones deliberadamente ásperas, de colores gastados, que aplica o incrusta sobre esos semblantes eternos para perforar su intachable verosímil, y burlar la ficción que él mismo ha elaborado con meticulosa delectación, como si quisiera tomar distancia de la fascinación acrítica en la que podrían perderse tanto él como el espectador. Habría entonces un La Rosa Dr. Jekyll formalista, que practica con infatigable destreza ensayos para una pinacoteca trompe-l’œil, y un La Rosa Mr. Hyde en directa oposición al sistema virtuoso, que hace travesuras y deja cicatrices, marcas y huellas indelebles en el uniforme espejismo de la serie.

El título de la muestra abre una tríada de alusiones; en principio, La Rosa practica la cita cuando transcribe en escritura de imagen un material ajeno, como un espiritista del estilo que suma apariciones en hermosos raptos de romántica artificialidad, y que asume el duelo y los costos de entregar la técnica al culto mayor de la semejanza, para mantener la ilusión de apoderarse de aquel implacable objeto de deseo.

“Cita” también es el encuentro des-concertado en extraviada interlocución con los espectros de esas mujeres, documentales y a la vez imaginarias, un fallido rendez vous en planos irreconciliables de realidad que incluye al público como anónimo convidado. El espectador es el intruso inimputable, testigo mudo del misterioso vínculo impar que La Rosa ha establecido, y padecido, con ellas, seguramente prodigo en diálogos y susurros equívocos, como los que se emiten involuntaria, impalpablemente en la intimidad del taller a medida que el pincel se inmiscuye en la argamasa contingente del entretejido pictórico.

Y en tercera instancia se trataría de la pintura citando a la pintura, hablando consigo misma en su lengua, como una seducción especular que se fago-cita en el impulso volitivo de revisar su propia ontología copiándose a si misma, lanzada al regocijante canibalismo tautológico. Una pintura que mira de frente su propio reverso, una fiesta de afirmativas fisonomías que de repente ya no importa si son verdaderas o falsas: cansadas, se desentienden de tanta gloria y se ahuecan ante nuestros ojos dejándonos solo el eco, el camouflaje de su apariencia enmascarada.