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La verdad está en la vida
por Albino Dieguez Videla

Hay obras incapaces de sobrevivir sin su correspondiente ropaje literario. No es el caso de las que crea Martín La Rosa, porque en ellas todo parece estar a la vista. Esas superficies impecablemente organizadas describen con agudo lirismo y una extrema desolación. Porque como todas las naturalezas vivas aluden al enigma de la vida, esa otra cara de la muerte.

Esto que digo me lo repetí por enésima vez hace poco tiempo en Madrid cuando vi un alucinante ‘bodegón’ que Juan Van der Hamen León pintó en 1622. En la doble canasta de mimbre los frutos gozaban de una lozanía semejante a la rama de flores que cruza la composición. Esto que me dije delante de esta tela antigua me lo sugieren también entintas partes del mundo los viejos retratos de humanos.

Pienso esto delante de las telas de Martín La Rosa antes de que me cuente que admira a Lucian Freud, a Antonio Lopez, a Guillermo Roux y a Pedro Cano, un muestrario de exquisitos pintores figurativos.

Pero más allá del lenguaje, lo fatídico del tema multidireccional que aborda La Rosa es lo que atrapa la mirada y dispara la imaginación por su relatividad visible y conceptual.

Desde que Heidegger nos recordó la doble naturaleza de la verdad en Occidente, y nos habló de la vieja verdad como adecuación entre cosas e intelecto, y de la más vieja verdad que es la ‘aletheia’ griega, el desvelamiento y el des-olvido de lo que, por las razones que sea, queda oculto e invisible.

En todo desvelamiento, en todo acto de hacer visible algo que antes no lo era, hay implícita un política, o si se quiere mejor: una ética.

Y seguramente sería más fácil ponernos de acuerdo en qué entendemos por ‘política’ y por ‘ética’ que no plantearse cuál es la verdad en arte (o en pintura). Incluso esta disyuntiva parece encerrar un abismo estremecedor: arte o pintura. Y por qué no arte y pintura? Una galerista, informada y sensible, y comprometida con lo último, me decía que no es que ella estuviera en contra de la pintura (todos sus artistas hacen vídeos, instalaciones, ‘performances’, y ninguno pinta o esculpe), sino que simplemente consideraba el acto de pintar como un riesgo histórico demasiado fuerte para ser asumido así, sin más: «Pintar hoy es dificilísimo», me dijo. Y yo le contesté que tampoco tenía nada en contra del video, porque hoy hacer video me parecía facilísimo. Los dos poníamos nuestra parte de mentira para tener razón en la discusión, pero había algo que nos impedía este de acuerdo, aunque nos concediéramos las respectivas razones: ella hablaba en términos históricos, y yo en términos de juicio. Para mi amiga la cualidad era una cualidad histórica: la construcción del ahora. Para mí la cualidad era el resultado satisfactorio de mi juicio, formado históricamente, pero no condicionado, ni mucho menos constreñido, por un historicismo que no tiene más remedio que apuntar al presente y rebanarlo como si fuera un carpaccio: ya no se corta en generaciones, ni en décadas o en lustros. pronto el corta en generaciones, ni en décadas o en lustros. Pronto el corte de referencia será en bienales una medida excelente si se trata de informar, pero pésima si lo que se busca es comprender, reconocer, gozar.

Yo diría que no conozco mejor arte y mejor política que los de volver a hacer posible, mediante la experiencia, la apropiación de lo más inherente del propio cuerpo, decía Spinoza. Nadie sabe lo que puede todavía la pintura, podemos decir nosotros. Todo está ahí, para ser visto, leído o escuchado como por primera vez, para ser hecho siempre por primera vez, el arte la pintura.

Y es lo que pasa cuando uno ve cuadros como los de Martín La Rosa, quien se atreve a pintar ‘naturaleza vivas’, entre las que incluye un retrato del bebe que es su hijo, como un fruto más (precioso y rosado), produciendo múltiples alusiones directas. Lo complejo, como siempre, es el pensamiento y no la pintura -porque quienes pueden aún crearla entregan sus imágenes para provocar el milagro de las ideas.